Érase una vez un pez
En una pecera grande, provista de oxígeno constante y toda la flora articifial que cualquier pez doméstico pudiera desear, vivían 7 peces amarillos. Su dueño los había escogido caprichosamente del mismo color, en primera porque era su favorito y en segunda porque, de esa manera no tendría que bautizarlos a todos, lo de buscar nombres le parecía cursi.
Al interior de la pecera todo transcurría en aparente en paz, siempre tenían comida, agua limpia, atención; se hacían compañía sin problemas, jugaban, hacían competencias de nado a velocidad, la mayoría era realmente feliz.
Uno de ellos, pececillo inquieto, siempre hablaba de la necesidad de tener su propia identidad. Los demás lo tachaban de loco, cuando se embarraba trocitos de comida alrededor del aletita izquierda, su dueño de percató y le pareció una cosa muy simpática. Al ver que lograba mayor atención, los otros peces optaron por hacer lo mismo y terminaron todos tan iguales como en un principio.
Esto despertó en el pececillo serios problemas existenciales. Optó por hacer una huelga de hambre, pero su dueño no parecía hacer mucho caso a sus demandas, le dio un par de gotas de sabor desagradable y eso fue todo. Conciente de que necesitaba una mejor idea, el pez decidió retirarse a meditar al pié del gran coral verde, para concentrarse. Nada se le ocurría, lloraba y lloraba por su suerte. Una mañana empezó a observar mas detenidamente que de costumbre a sus compañeros, todos amarillos, contentos con su rutina habitual, despreocupados por cualquier cosa que no fuera la comida y quien ganaría la competencia de carreras por la tarde, nada más.
Entonces cayó en cuenta de todo: el siempre sería diferente, sin importar que por fuera se viera igual a los otros, sus ideas lo hacían único, ahora ya lo sabía y no había necesidad de mas. Su corazoncito de pez se alegró, envuelto en algarabía, reía y reía, daba vueltas a lo largo y ancho de la pecera, no cabía de la felicidad. Solo se detuvo ante la cara de sorpresa que tenían los demás, vio su reflejo en el cristal, con una sonrisa enorme exclamo: soy rojo!!
Al interior de la pecera todo transcurría en aparente en paz, siempre tenían comida, agua limpia, atención; se hacían compañía sin problemas, jugaban, hacían competencias de nado a velocidad, la mayoría era realmente feliz.
Uno de ellos, pececillo inquieto, siempre hablaba de la necesidad de tener su propia identidad. Los demás lo tachaban de loco, cuando se embarraba trocitos de comida alrededor del aletita izquierda, su dueño de percató y le pareció una cosa muy simpática. Al ver que lograba mayor atención, los otros peces optaron por hacer lo mismo y terminaron todos tan iguales como en un principio.
Esto despertó en el pececillo serios problemas existenciales. Optó por hacer una huelga de hambre, pero su dueño no parecía hacer mucho caso a sus demandas, le dio un par de gotas de sabor desagradable y eso fue todo. Conciente de que necesitaba una mejor idea, el pez decidió retirarse a meditar al pié del gran coral verde, para concentrarse. Nada se le ocurría, lloraba y lloraba por su suerte. Una mañana empezó a observar mas detenidamente que de costumbre a sus compañeros, todos amarillos, contentos con su rutina habitual, despreocupados por cualquier cosa que no fuera la comida y quien ganaría la competencia de carreras por la tarde, nada más.
Entonces cayó en cuenta de todo: el siempre sería diferente, sin importar que por fuera se viera igual a los otros, sus ideas lo hacían único, ahora ya lo sabía y no había necesidad de mas. Su corazoncito de pez se alegró, envuelto en algarabía, reía y reía, daba vueltas a lo largo y ancho de la pecera, no cabía de la felicidad. Solo se detuvo ante la cara de sorpresa que tenían los demás, vio su reflejo en el cristal, con una sonrisa enorme exclamo: soy rojo!!